Comúnmente se acepta que aroma es sinónimo de olor. De hecho, el diccionario de la R.A.E. admite como tercera acepción de este término la de “perfume, olor muy agradable”.
Pero los científicos de los alimentos usan este concepto para referirse a la sensación olfativa que se experimenta cuando un alimento está en la boca. Así pues, las moléculas volátiles no sólo se registran directamente a través de la nariz (olor), sino indirectamente por vía retronasal (aroma).
En el campo de la ciencia alimentaria únicamente tienen aroma los alimentos que ingerimos. Otro vocablo que también se usa, prestado del inglés, es flavor.
Se refiere al conjunto de sensaciones gustativas y olfativas que genera un producto dispuesto en la boca. Y esto crea una situación peculiar desde el punto de vista de la normativa europea, ya que son sinónimos los términos aroma (castellano), arôme (francés) y flavouring (inglés) y se refieren a “sustancias para proporcionar sabor y olor a los alimentos” (Directivas 88/388/CEE y 91/71/CEE).
En las Decisiones 1999/217/CE y 2002/113/CE están recogidas las 2700 sustancias aromatizantes autorizadas para incorporarse a los alimentos. Y aquellos productos alimentarios que incorporen tales sustancias deberán reflejarlo en su etiqueta con la palabra “aroma”, pudiendo utilizarse la expresión “aroma natural” cuando éstas sean de procedencia vegetal o animal.
Las sustancias odoríferas se encuentran usualmente en cantidades muy reducidas en el alimento (el total de estos compuestos no supera al 0,1% del peso), pero son fundamentales en la aceptabilidad de un alimento. Las moléculas responsables del aroma puede proceder de los propios procesos bioquímicos del alimento (el de las frutas, producido durante su maduración) o de los tratamientos posteriores a los que se somete, incluyendo los culinarios (el aroma a tostado o a asado, por ejemplo).
La industria química es capaz de reproducir a un precio razonable la mayoría de las sustancias aromáticas cuya estructura se conoce. Así se obtienen la vainillina (vainilla) o el anetol (anís). Otros se obtienen por aislándolas a partir de fuentes naturales. Uno de ellos es el eugenol, que se obtiene del aceite de clavo, del que forma alrededor del 85%.
El que un aromatizante sea de origen natural no implica que sea más seguro. Un ejemplo es el caso de la esencia de sasafrás, utilizada durante muchos años como aromatizante en bebidas refrescantes. Este preparado contiene hasta un 90% de safrol, una sustancia cancerígena.
Por supuesto, el uso de la esencia de sasafrás ha sido prohibido, pero el safrol existe también, aunque en pequeña cantidad, en el anís, pimienta, nuez moscada y otras especias. Otra sustancia cancerígena es el isotiocianato de alilo, contenido en la mostaza. No obstante, las cantidades presentes son suficientemente pequeñas para que, en un uso normal, estas especias no representen un riesgo significativo para la salud.
Las proporciones de las sustancias que configuran un aroma son muy variables. El acetato de isoamilo puede suponer alrededor de la mitad de un aroma de plátano utilizado para elaborar caramelos, mientras que el a-furfurilmercaptano representa solo alrededor del 0,001 % del aroma de café usado con el mismo fin.
En cuanto a la cantidad de sustancia aromática que se puede utilizar, la legislación no la limita taxativamente, pero indica que se empleen normalmente a la mínima dosis necesaria para producir el efecto buscado. Queda pues a criterio del fabricante cuál es la cantidad que puede añadirse al alimento.
Sin embargo, el relativamente alto costo de los aromas (una disolución al 10% de un aroma normal cuesta del orden de los 12 euros / kg) hace que realmente se añada la menor cantidad posible. Además, una cantidad excesiva de aromatizante reduce la calidad del producto terminado, haciéndolo empalagoso y disminuyendo su aceptabilidad por el consumidor.